Un joven soñaba día y noche con ser millonario. Tanto, que se había transformado en su obsesión. Lejos de ponerse en acción cada día y diseñar un plan hacia su meta, confiaba y se lo pedía a Dios.
Al rezar, cada noche terminaba diciendo, “Ah, y no te olvides de hacerme rico”.
Aunque trabajaba y tenía un pasar tranquilo, la fortuna no aparecía. Pasaron años y años de ruegos, hasta que por fin escuchó la voz celestial. Fue una noche en que, al terminar sus rezos, el tono profundo y grave de La Voz dijo:
- “Está bien. Dame tus piernas y yo te daré todos los millones que quieras”
- “¿Mis piernas? No Señor, de ninguna manera. Con ellas puedo caminar, correr, disfrutar de viajes y paseos…
- “Entonces dame tus manos”
- “¿Mis manos? No, mi Dios. Con ellas puedo trabajar, tocar, acariciar a mi hijo, preparar la comida, escribir cartas a mis amigos…”
- “Entrégame tus oídos”
- “No… ¡ni loco! Con ellos puedo disfrutar del sonido de la naturaleza, de la música, y del diálogo franco con mi esposa y mis amigos”
- “Dame tus ojos”
- “Tampoco puedo dártelos, porque con ellos disfruto del paisaje, del arte, miro a mis amados hijos… disculpa, tampoco puedo dártelos.
- “¿Te das cuenta de que ya eres millonario? Por eso no respondía tus súplicas.
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Al verlo desde ese punto de vista, claro que somos muy ricos, pero eso es como un derecho y no lo valoramos, si no tenemos el dinero a manos llenas no somos ricos.
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